Argelia,
Valle del Cauca.
Era el año 1953 y yo no cumplía aún los catorce años cuando me escapé de la casa de mi tío en Cali. Escapaba, cansado y aburrido, de lo que se había convertido mi vida en aquella ciudad.
Salí temprano, huía del colegio San Juan Bosco de los Salesianos en la Calle 15. Apresuré el paso por entre aquellas calles hasta llegar a la casa en donde vivía. Antes de que llegara la esposa de mi tío eché algunas cositas en mi chuspa y agarré rápido para La Estación de Ferrocarriles. Añoraba volver a ver a mi papá de quién solo sabía que había regresado a su finca cafetera por los lados de Versalles. Yo no sabía dónde quedaba, para allá iba.
La última vez que lo vi fue como en 1950, cuando me fui de Toro pensando que volvería en quince días. Había pasado mi infancia en este municipio del norte del Valle, a unos veinte minutos de Cartago, al suroccidente del país. Vivíamos con mi papá, Alberto Maldonado y mis tres hermanos, Rosa, David y Ernesto. Mi madre, Aura, murió cuando yo tenía apenas cuatro años. Mi papá era un quindiano de familia cafetera. Su padre los había traído a él y a sus seis hermanos al Valle para instalarse en Versalles, uno de los municipios más altos y más fríos del departamento, poblado por paisas venidos de Antioquia y de Caldas en su mayoría, del antiguo Caldas, claro. Allí administrarían una gran finca cafetera de la que -creo- mi abuelo era el dueño, finca que luego se iría dividiendo entre reparticiones, herencias, muertes y ventas, y de donde -creo también- saldría la finca de mi papá. Él no se quiso quedar en Versalles y se fue a vivir a Toro, se casó con Aura, tuvo cuatro hijos y, aunque el camino a la finca se le hacía ahora más inclinado y escabroso, porque la finca quedaba al otro lado de la cordillera occidental y casi siempre le tocaba dar la vuelta por el mismo Versalles para poder ir a trabajarla, allá se quedó y allá crecí yo.
Pero para ese año la violencia se puso muy cruda. Los conservadores querían tomarse toda la cordillera occidental utilizando cualquier método, su salvajismo no tenía límite. La policía y el ejército, así como las alcaldías y las iglesias, estaban todas de su lado, del lado del gobierno conservador. A los liberales no nos quedaba más que huir o esperar la tragedia. Toro era un pueblo en su mayoría liberal y los chulavitas -la policía conservadora- no tardaron en llegar a hacer la violencia, a conservatizar el pueblo. Al principio incendiaban las casas de los liberales de las afueras del poblado y de a poco se fueron metiendo. Nosotros éramos liberales, pero nuestra casa estaba protegida de los incendios porque vivíamos entre dos casas de conservadores, uno de estos se convertiría luego en el alcalde. Yo estaba cursando tercero de primaria en la Escuela Pública de Toro cuando comenzó a pasar esto. Un día en la plaza, lo recuerdo muy bien, la esposa de mi tío materno, Ernestina Robledo, le hizo una propuesta a mi papá: “¿Alberto, por qué no dejás ir al muchacho a pasar vacaciones con nosotros a Buga?”, allá vivía ella con mi tío. Mi papá aceptó, “que se vaya unos quince días”.
Me fui entonces para Buga a pasar vacaciones, contento, sin saber que no me iba por quince días como se había pactado en un principio, sin saber que no volvería a Toro sino muchos años después. Estando en Buga la violencia en Toro se agravó aún más, estaban matando mucho liberal. Mi hermana Rosita me confesó años después que nunca había tenido tanto miedo como en ese momento. “Vámonos de aquí ya mismo”, sentenció mi papá y cogieron sus maletas, arreglaron sus bártulos y se fueron para Sevilla, a donde estaba llegando mucho liberal y donde ya estaban algunos de los hermanos de mi papá que huyeron en cuanto pudieron de Versalles.
Mi papá logró comunicarse con mis tíos en Buga para decirles que no me mandaran de regreso a Toro, sino a Sevilla. Mi tía intercedió y, viendo la gravedad de la situación que se vivía en toda la zona del norte del Valle -cómo estaba de caliente eso-, convenció a mi papá para que me dejara en Buga terminando la primaria. Yo tenía diez años y allá me quedé, entré a la Escuela Pública Cabal Pombo en la Plaza de San Francisco a hacer tercero, en esa época entraba uno a hacer la primaria a los siete años porque el catecismo Astete, que era el que se enseñaba, decía que el ser humano tenía uso de razón solo a partir de los siete años, entonces a esa edad entraba uno a estudiar.
Pero no había aún terminado tercero cuando mis tíos decidieron irse para Cali y yo ahí, detrás. Llegué a esa ciudad a terminar el ya interminable curso por el que había empezado en Toro y que había transitado también en Buga. Ingresé a la escuela República del Perú, ya era el año 1952, pasé luego a la Escuela número siete pero no me adapté. Al fin terminé el curso. Ya en cuarto de primaria fui a dar al colegio San Juan Bosco que era de los Salesianos y que quedaba muy cerca de donde yo vivía, me acuerdo que llegaba uno a rezar por las mañanas y en latín, óra pro nóbis peccatóribus… nunc et in hóra mórtis nóstrae… en fin.
Pues le fui cogiendo fastidio muy rápido al colegio y a la vida en Cali. Lo único que me interesaba era seguir al Deportivo Cali, equipo del cual me había hecho hincha. Cómo no iba a ser hincha del equipo que le peleaba los torneos mano a mano al Millonarios invencible del argentino Di Stéfano. Era El Dorado del fútbol colombiano, pero sobre todo el de esos dos equipos y mi corazón estaba en el Valle. Formábamos con el Caimán Sánchez en el arco, Rodríguez en defensa; los argentinos Guidece y el Cantor Castro; Vilariño, mago; los peruanos Valeriano López, un centro delantero cabeceador imparable y Vides; y como no acordarse del yugoslavo Fernando Walter. El día que debutó Cossi en Millonarios -sí, Cossi, el arquero histórico del equipo bogotano- le metimos seis. Qué época. Ese era tal vez mi único vínculo real con la ciudad, pero hasta eso se rompió.
Todo me disgustaba. En el colegio la disciplina era sumamente rígida, se descuidaba uno un poquito, se salía uno un poquito de la fila y tome su pitazo de acero en la cabeza o tome su varillazo en la piernas, la época de la letra con sangre entra. Insoportable. Eso no iba conmigo. Estaba aburrido de los Salesianos, del padre Baumann y del hermano Gómez y de mis tíos y de mis primos. Supe que mi papá, ya en 1953, pudo salir de Sevilla para instalarse con mis hermanos Rosa y Ernesto en la finca y retomar las riendas de lo que el encargado había dejado más o menos abandonado, aunque no lo había perdido -o vendido- todo, por eso tal vez mi papá lo siguió empleando mientras tuvo la finca. Un día mi prima fue muy severa conmigo, un maltrato que no olvidaré nunca pero que no merece la pena mencionar aquí y fue en ese momento en el que tomé la decisión de irme. No me podía quedar más en Cali, no me quería quedar. Sin decirle una palabra a nadie, ni a mis tíos, ni en el colegio, ni a nadie, me fui a buscar a mi papá a su finca con lo único que conocía de esta, sabía que se llamaba Argelia.
Foto por: Ana Gómez
Publicada por primera vez 06/14/207 en Travesiacoffee.com
La crónica completa se encuentra en el libro El Andariego del mismo autor.
Comments