Tengo tres hijos y ocho nietos. Dos de mis hijos también cultivan café y a tres de las nietas las tengo enamoradas del proceso y sembrando varietales. Ellas van a ser la cuarta generación de caficultores de la familia. La finca la tenemos en un municipio al sur del Tolima que se llama Ataco, en la vereda Pensilvania. Se llama Monte Frío, como las letras que cruzan en arco la puerta de entrada. Entre mi papá y yo sumamos 130 años caminando a través de ese portal, mirando el verdor de estas laderas que parecen atravesadas por un río y sembrando café.
Ahora tenemos variedad Castillo, Caturra amarillo y Colombia en unas cuarenta hectáreas sembradas. El proceso es muy bonito. Primero hacemos un valseo para eliminar los granos malos o inmaduros, luego fermentamos en la cereza y secamos en el silo a treinta grados, es importante cuidar la humedad; entonces lo empacamos y lo dejamos descansar dos días en bolsas plásticas y luego de vuelta al silo. Así logramos el porcentaje de humedad que necesitamos. Y sí, es bonito, pero después vienen los problemas, hay que enfrentarse al deterioro de las vías, al alto costo del trasporte o a los precios de fertilizantes; además está complicado conseguir mano de obra que sepa recoger café especial. Aunque las cosas vienen funcionando bien y no es momento para quejarnos.
En fin, yo ya tengo 82 años, y son Paula y Vanessa, mis nietas, las que me impulsan a intentar cosas nuevas, a innovar, a arriesgar. ¿Qué hubiera pensado mi padre de todo esto, él que empezó como con ochocientas hectáreas y que vendió la mayoría? Ojalá podamos seguir evolucionando, que todos en la familia sean exitosos en lo que decidan hacer y que la finca crezca cada día más. Y claro, por acá los espero para que nos tomemos un cafecito. Hay que aprender del café especial, conocer y probar estas maravillas. Bienvenidos y bienvenidas. La felicidad siempre estará en esa taza caliente, en el crecimiento de Monte Frío y en tener a la familia unida y reunida alrededor del café.
Carlos Ospina Marulanda
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