La verdad, es un tema curioso. Mi papá siempre tuvo la finca, siempre fue cafetero. Yo crecí ahí, pero tampoco le voy a decir que sabía mucho más de que al café se lo recoge cuando hay cosecha y cuando los frutos están rojos, maduros. Menos le voy a decir que mi infancia transcurrió jugando con mi hermano entre los cafetales. No, el café estaba ahí, pero ajeno y yo le era indiferente. Aunque no puedo negar que el campo sí fue parte de mí, claro, pero decidí irme por otro lado. Estudié veterinaria y me dedique a los bovinos. Así que andaba por las fincas ganaderas y el café solo en las mañanas, gracias y con panela, siempre.
Hasta que un buen día me llamó mi papá, cansado y enfermo, con la voz apagada, como resignado. Me anunció que vendía la finca y que ya tenía dos compradores listos, pero que prefería contarme antes de firmar cualquier papel. En ese instante sentí como parte de mi a esos cafetales que me habían resultado tan indiferentes durante años. Sería, tal vez, la voz de mi padre bañada en nostalgia la que me llevó a decirle que no. Que no la vendiera. Que yo me encargaba de la finca. Que yo la administraba. Que yo le cuidaba su café. Que no se preocupara.
Me fui para la finca, que está en el corregimiento de San Adolfo. El municipio es Acevedo, al sur del departamento del Huila, en la frontera con el Caquetá, en cuyas selvas murió José Acevedo Gómez, signatario de la primera constitución de Colombia, líder de la independencia y por quien el municipio lleva, desde 1756, ese nombre. Y ya ahí, en la vereda El Jardín, sin saber nada de café, decidí invertir mi capital en la regeneración del viejo cafetal de mi papá. En El Diviso, como llamó a la finca.
No sabía nada. Hice cursos de catación, aprendí de suelos, investigué sobre café.
Viajé a Centro América, a Guatemala, a Costa Rica y a Panamá, pero también al Cauca, a ver los cafetales, a aprender de café. En el Vichada, en una finca ganadera en la que trabajaba, me encontré con unos brasileños expertos en suelos. Hicimos estudios de la finca. Los suelos no eran buenos y eso perjudicaba nuestro café. Con una preparación empezamos a alterar su pH, a equilibrarlo, a darle sabor al cafetal. Renovamos trece hectáreas y sembramos cafés nuevos –distintos– en ocho más.
Y hace seis meses recogimos un café realmente especial. Estamos esperando la próxima cosecha que debería ser aún mejor. Ya dedico casi todo mi tiempo al café, aunque los bovinos me ocupan de tanto en tanto. Mi papá respira tranquilo. Ahora estamos todos metidos en la finca. Mi hermano, mi mamá, yo. Pero mi papá el primero, claro. Y ya no endulzo el café con panela.
Wilder es uno de los caficultores que ahora trabaja junto a nosotros, creando los mejores perfiles del café de Colombia.
Escrito por: Carlos Felipe Ospina Marulanda
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